Aún pienso en ella. Recuerdo esos días donde no paraba de
sonreír, que era muy de vez en cuando, pero fueron los mejores de mi vida. De
nada sirve decir si hubiera, pero si
hubiera sabido no sé si habría hecho algo al respecto, porque fueron sus últimos
días donde más me amó. Sí, lo digo así, a secas y no me importa. Y sí, afirmo
que ella me amó como nunca lo hizo a lo largo de su vida, sino antes de irse.
Supongo que fue por lo mismo, ella lo sabía y lo esperaba, y si no me hubiera
amado tanto, no habría pasado lo que pasó.
En sus últimos días, esa mujer loca que vivía conmigo no
paraba de reír, y es que nunca la había visto tan feliz. Me pareció un
comportamiento poco común en mi compañera, pero no sería yo quien la detuviera,
nunca lo había hecho, entonces, ¿por qué ahora? Su risa llenaba mis días, daba
calor a mi corazón.
Fue en los últimos días donde me besaba con pasión el
alma, y son esas caricias tan imborrables como la manchas de su vómito en la
pared del baño. Durante las noches dormíamos poco, porque ella quería seguir
bailando y cocinando y riendo y recitando. Algunas veces cantaba en lugar de
cocinar, pero daba igual, ella me hacía feliz.
Una semana antes, me escribió dos cartas diarias donde me
recordaba su amor y que estaba loca por mí. Sabía que estaba loca, aunque por
un tiempo dudé si se debía a mí, pero ella lo aseguraba con firmeza que terminé
por creérmela. En algunas ocasiones me recordó el día que nos conocimos, o la
primera vez que la acompañé a casa, o el día que tomé su mano, y también
escribió sobre el día que finalmente se decidió a robarme un beso. Se puso
colorada cuando la leí, casi tanto como esa vez. Paseábamos por la carretera,
camino a casa, como de costumbre, y se volteó y me besó. Fue un beso veloz y
violento donde nuestras cabezas chocaron y dolió mucho, pero más que extraño
fue muy divertido. Ambos éramos dos jóvenes inexpertos que no sabían ni cómo
dar un sencillo beso en los labios. En ese momento quise acercarme a ella y
darle uno así como se supone que debe ser, pero no lo hice; no lo hice por
miedo.
Ella fue mi primer amor, también quisiera decirle único,
pero después de ella tuve mis enamoramientos fugaces. No, no crea el lector que
engañé a mi bella compañera, tan sólo gusté de otras mujeres mientras estaba con
ella, quizá consideré a una que otra más atractiva, pero yo, querido lector,
estaba perdidamente enamorado de esa loca.
De joven, le pedí que huyéramos juntos. Abrió los ojos
como dos enormes platos y pronto se alteró. Me dijo que estaba loco, qué irónico.
Ella hablaba tan rápido que entendí la mitad de lo que dijo, y mi memoria tan
solo recuerda la mitad de eso. Me reí y le dije que era un chiste, pero nunca
lo fue. Yo quería vivir con ella, quería estar con ella por el resto de mis
días, quería formar una familia con ella; hacerla mi esposa. Finalmente me puse
los pantalones e hice las cosas como Dios manda. Fui hasta su casa y hablé con
sus estrictos padres. El señor me veía como siempre lo había hecho: de pies a
cabeza haciéndome de menos. La señora, detrás de su marido, me echaba un ojo de
vez en cuando, y ella no estaba de acuerdo en todo, pero sé que me consideraba
un buen muchacho. Les expliqué cuánto amaba yo a su hija y lo feliz que era a
su lado, les dije que quería hacerla feliz. El don rió con ironía, llévatela,
dijo, y no se aceptan devoluciones. Me pareció la cosa más grotesca que jamás
había escuchado, así que con más ganas me la llevé de allí.
Disculpa, querido lector, creo que ya empiezo a divagar
como normalmente me pasa al querer contar una bonita historia, pero es que
cuando hablo de ella, que es la mayor parte del tiempo, no puedo evitar
recordar cada segundo a su lado, que fueron terriblemente maravillosos. Sé que
no te interesa saber cómo la conocí y mucho menos cómo fue el día de nuestra
boda, pero yo era tan feliz.
Como iba diciendo, las últimas semanas, que son el
recuerdo más fresco en esta mi memoria, fueron las más dichosas que alguno de
nosotros vivió jamás. Ella me besaba y me abrazaba mucho, y ese contacto me
mantenía de pie. Sus manos entrelazadas con las mías era como cierto cambio de
energías que me estremecía todo el cuerpo. Su piel ya no era tan suave como en
antaño, pero era ella, y con eso te digo todo. Hacíamos el amor todo el tiempo,
pero nunca nos quitamos la ropa.
Yo sigo sin entender la magia que había dentro de esa
loca mujer, pero con su mirada me desvestía el alma y entraba en mí sin
preguntar, así de entrometida era. Pero me gustaba. Me gustaba cuando me veía
fijo los ojos y entonces lo sabía todo sobre mí. Como te digo, era mágica.
El día que se fue encontré una única carta sobre la mesa
y me pareció un poco raro por la hora, pero creí que había pasado todo el día
riendo que se le había olvidado escribirme la segunda. La abrí entusiasmado
queriendo leer y recordar algún otro momento de nuestra juventud, pero no había
nada de eso. En esa carta me dijo que me amaba y que la hice muy feliz, tal
como había prometido a sus padres el día que pedí su mano. Ella decía amarme
pero me parece que poco lo demostró en ése momento. Dijo que las últimas
semanas habían sido las mejores y así como ella se llevaba el recuerdo,
esperaba que yo también lo mantuviera en lo profundo de mí, del alma, que nunca
muere. Me pidió que comprara un perro, y se disculpó por su fobia hacia ellos,
que fue lo que me privó de tener uno. Y el resto de los breves párrafos
destilaban dulzura pero yo no la sentía, y por primera vez comencé a sentirme
solo, y allí realmente la extrañé. Era normal cuando mi mujer se encerraba en
su habitación días enteros, y yo la extrañaba durante la cena, pero ella seguía
allí, no sé si me entiendes. Y ya empezaba a acostumbrarme a los aromas de su
piel que ahora me harían falta.
Ella me amaba, lo puedo asegurar. Ella me amó como nunca
antes de irse.
P.D. No olvides cerrar
la reja.
Atentamente,
La loca.